Tiene el pan en la boca.
La leche, la naranja: un peso tierno sobre la lengua. Bebe con la
distancia del día que termina, de la luz que ha declinado tras los
montes, tras el pasto reverdecido, húmedo. Bebe como el animal que
ha sido bendecido por una muchacha rubia. Una muchacha que corre en
la memoria, de pies pequeños, de manos blancas, tanta blancura en
las manos, en las mejillas lívidas, en esos labios que, una vez,
también comieron pan y leche y confitura. Esos labios adorados. Sus
pies pequeños, livianos, trotando por los pastizales. Huyendo de su
llamada fúnebre. De su risa ronca, potente: voz de las montañas.
¿Se acuerda de él, la muchacha? ¿Recuerda la ternura del pan, el
olor tibio de la naranja sobre la mesa, los gajos envueltos en un
paño, en un pañuelo de niño? Qué recordará, se pregunta, allá
donde esté ahora, aquella muchacha, aquella niña de cabello claro,
niña gacela que trota, que pasta, que come con manos golosas las
pequeñas bayas, las primeras setas del otoño. Él se lo pregunta.
En esa quietud de la tarde casi noche, en esa levedad de la luz, tan
leve que apenas se sostiene, apenas le deja ver el vaso, las mondas
lisas de la naranja, el cuchillo que corta la mano y cae, cae al
suelo de repente, se clava indolente en la madera.
28/10/17
24/10/17
Diario I
He visto las montañas azules. He
tendido mis manos, mis ojos hacia ellas. Mi mirada escrutadora. El
tacto de la muchacha que aprende, que memoriza el color de la hoja,
este otoño hermoso que se extiende por los prados. Cuántos otoños
he vivido. Cuántos años con el paisaje ante mis manos. Las manitas
pequeñas de una niña. La nervadura de mis venas. El azul que
serpentea y palidece. ¿Alguna vez te has mirado las palmas? Tengo
dedos que aletean. Brazos que me elevan sobre las multitudes, sobre
los árboles dorados, tiernos, de ramas largas y ondulantes. Me
llevan hasta la colina, me alzan, una montaña que crece, una lengua
de tierra, de roca, el risco afilado de la cumbre. ¿Podrías oírme,
si gritara desde la cima? ¿Me oiría el río, el ave, el caballo que
pasta en la llanura? O me comería la voz este viento vivo, este
otoño vivo, este deseo que enmudece. Quiero escribir, pronuncio.
Quiero la escritura como a un amante de piel elástica. Quiero que la
montaña me tienda sus senderos, abra para mí sus cuevas. Aquí se
guardan los secretos, me dice. Aquí nace el manantial que será río.
Bebe, muchacha. Bebe y que el azul se extienda, que la voz se eleve:
un deseo concedido.
7/9/16
Tengo las mejillas rojas de las muchachas saciadas. En la distancia, un hombre menciona a una mujer desconocida. Señala la plenitud de la carne, la blancura cremosa de los muslos. El deseo prolongado de tenerla. Un hombre, digo, al que conozco poco, un hombre que ha vivido una vida ordenada, hermosa en su sencillez. Imagina a la mujer con su cabello largo. Con sus dedos agitados, turbios: la mano ordena al sexo que se muestre. Ella piensa en su mirada. No sobre en el sexo, en el cuerpo blanco, pleno, erizado ya por el deseo, sino más allá, una mirada de una lejanía impropia, tal vez nueva incluso para él. Lo imagina pensando en ella como en una mujer. En su día cotidiano, tranquilo, donde él la piensa a veces descuidadamente. Lo imagina allí, ella que tiene las mejillas saciadas, que ha sido atravesada limpiamente, lo imagina como niño o como planta, como hiedra que trepa por el muro de la casa. Sólo le interesa en ese estado alejado del deseo. Su vida de pasos suaves, la voz a veces alzada, diáfana, voz casi de mujer o de caricia. Sólo entonces toma él forma ante sus ojos, toma nombre y temblor junto a su pecho. Le dice que se quede quieto. Déjame mirarte, le pide. Una súplica indolora. Un deseo diluido ya en el tiempo, casi mudo, pero que brota a veces como un río a sus espaldas. La baña. Me baña. Esta mujer desconocida que sólo existe en tu palabra.
3/7/16
Poseo todavía la juventud. Un tajo y el cabello cae: el verano me acaricia los hombros. He contemplado tus manos vestida de domingo; te he contemplado, quieta, entregada a la rectitud. Tus manos grandes, digo, imaginadas largo rato, memorizadas como se aprende aquello que será irremediablemente arrebatado. Hay en mí una nueva animalidad, feroz. Un deseo que se relame. Tengo las piernas blancas de las muchachas hostiles. Los pasos alados del pájaro joven e inexperto. Cómo rodearte, cómo acceder a la caricia. Mi cuerpo como ofrenda ante tus ojos. Una transacción sencilla: el cuerpo por las manos. El tacto como una sanación. Tú, que todo lo sabes de la carne. Qué no sabrán tus manos, me pregunto.
6/5/16
Hay pan sobre la mesa. Un zorro pequeño, pardo, atravesando las colinas con su paso veloz y apresurado. Verás cuando llegue el tiempo de la caza. Verás, me dijo el hombre, cuando alguien acaricie su lomo con dedos sucios. Deseo que me visite en sueños. Este zorro, cuando paseo por las colinas, cuando mi paso es también veloz pero sin prisa, veloz porque las piernas de gacela, el cuerpo de gacela ordena; este zorro, digo, se me aparece. Me señala la floración de los ciruelos. Las cintas blancas prendidas de las ramas como bracitos delgados. Comerás y beberás, me dice. Comerás con tu boca de muchacha, con tu boca rosa de muchacha muda, y nadie vendrá para llevarte a casa. Comerás en este campo hasta saciarte, y llegará la caza, las estaciones, el verano con su luz extraordinaria y viva -¿has visto, has visto cómo brilla ese relámpago?-, y no habrás hecho otra cosa que comer, comer con tu boca de muchacha rosa, con tus dientecillos pequeños, pálidos, flores de azahar sobre la lengua. Yo me inclino ante su sabiduría. En el sueño, desnuda, húmeda de sudor violento, me inclino ante su hocico negro, ante su cola. Deja que te acaricie. Deja que te alimente con mis propias manos. Le pido que me revele el misterio de los senderos. Él, que todo lo sabe, que vive en una madriguera, que ve la noche con sus ojos mates. Revélame lo que yo, muchacha muda, muchacha rosa, muchacha devoradora de lirios y ciruelas, irremediablemente desconozco. Si la muerte está a punto de atraparme. Si esto que me trepa es arena movediza. Si el pan se pudrirá antes de tocarlo. Tú, que sabes como saben las bestias, que te alimentas de alimañas, de ratones pequeños, acógeme en tu seno. Ábreme tu madriguera. Ábreme los ojos a la noche y a los campos.
21/1/16
–Pero no le pediremos tanto, ¿verdad que
no?
Los mellizos se ocupaban de la galería. Las
sábanas eran aireadas en el jardín. Los colchones se sacudían con esmero. Las
polillas nocturnas caían muertas a sus pies, se deshacían en un polvillo blanco
y venenoso. También nosotros nos
desharemos, algún día, decía Klara. Béla contemplaba entonces a su hermana;
se la habían arrebatado, le habían quitado las mañanas con ella, las noches.
¿Le gustaba su nueva situación? Aquel lecho único, carnal, recogía todos los
vapores de sus cuerpos. Bajo sus camisones, las niñas ocultaban sus senos, sus
vientres, sus caderas pálidas y lisas. El sudor les perlaba la frente y las
axilas. Una noche, Béla las contempló mientras dormían. Sólo Klara poseía la
elegancia innata de la ninfa. Ada era voluptuosa. Leonora, transfigurada, se
sacudía dominada por sus sueños. Ambas habían sido alcanzadas por la
enfermedad: eran demasiado mayores. Sólo los mellizos y el pequeño Misha se
sostenían en equilibrio sobre la inocencia de la carne. Aprecio tus esfuerzos, hermana querida, pero es demasiado tarde. El
deseo ha sido inoculado.
(descarte de Los niños celestes)
2/1/16
Pero la nieve se resistía. Su
blancura conmovía a los habitantes de la casa. Leonora la sostenía entre sus manos,
la acariciaba con lentitud, deslizándola sobre sus mejillas como un llanto
silencioso. Béla posaba los dedos sobre sus párpados. Klara lamía el borde de
sus labios. De la nieve extraían el dominio de las cosas, la sabiduría. Eran
criaturas invernales. Cuando nacieron, las calles y los caminos estaban
cubiertos. La madre los señaló y marcó el destino de los hermanos: estos niños serán hijos del invierno. Serán
pálidos y azules, y así lo fueron. Leonora enfermaría cada primero de junio.
La fiebre se extendería a lo largo de una semana; después convalecería hasta el
otoño. Su debilidad sería latente, seria, algunos días la alejaría del piano y
de la casa. Por eso celebró la crudeza del invierno. La nieve, dura, sostenía
el peso de sus botas. Los mellizos se la llevaban a la boca. Misha se tendía
sobre ella, la amasaba suavemente con los dedos. En el cuaderno las notas adquirieron nuevas
direcciones. La nieve será el lecho del
durmiente. Será alimento y saciará la sed de los hermanos. La nieve, y la
caligrafía se expandía, dominadora, habrá
de penetrar en la muchacha.
(descarte de Los niños celestes)
29/9/15
Peino mis cabellos con pulcritud,
ordenadamente
tomo entre mis manos las cerezas.
.
.
Mi trenza es una soga es un hilillo
que se extiende,
que se extiende,
mi trenza, pálida y hostil sobre mi pecho.
.
.
Tú me dabas las cerezas de tu boca.
Tú me alimentabas como al animal,
decías bebe y yo
bebía
yo comía de esta carne perniciosa
de esta piel que es un sudario
sobre el cuerpo.
.
.
Ahora,
un cabello me cercena la garganta.
9/9/15
21/4/15
El invierno había adquirido una presencia sólida en la casa. La escarcha formaba flores quebradizas en los cristales. Los fuegos estaban apagados. Sobre la cama de la galería, hecha con pulcritud, los insectos erigían altares a sus dioses. Allí las polillas se alimentaban de las almohadas. Arañas diminutas se prendían del cabecero de hierro, hilando sus madejas sobre las sábanas. Nadie dormirá en la cama de la galería, se había escrito en el cuaderno. Pero Leonora rezaba junto a ella sus plegarias. Con un fervor desconocido, alzaba la vista hacia la oscuridad naciente. En aquella hora el frío se volvía mortuorio. El jardín helado la acompañaba. Desnuda, erguida nuevamente, atravesó la quietud salvaje de las flores.
-Madre querida - pronunció - no te tengo miedo. 11/3/15
22/2/15
Hoy he visto arder el monte. He visto el
fuego en los ojos del cordero. Su calidez ha sido mi calidez; una
lengua sobre el cuerpo. Te cubriré la frente con cenizas, me dijo aquella vez, y yo pensé en los prados en verano, en los cerezos, vi a los pájaros morirse en la arboleda.
He
visto arder el bosque, digo. He visto correr al corzo, atravesar las
carreteras, los viñedos, entrar en las casas de los hombres. Allí han
bebido y han comido. Les dimos veneno y ellos mordieron nuestros dedos.
Les dimos veneno para que se fueran. ¿Acaso lo hicieron? ¿Acaso
abandonaron nuestro sueño?
He
soñado. Puedo revelar y revelo todos estos datos: algo de lo que he
escrito aquí es cierto. He visto arder el monte esta mañana. Yo estaba
desnuda. Tenía la boca seca, los pechos secos, el pelo limpio.
2/2/15
Había en la casa una habitación para las bestias. Para la caza del padre, que tiempo atrás había disfrutado abrillantando su fusil, las botas ahora abandonadas a su suerte. Era un cuarto hecho a la medida de Leonora. Un sepulcro de animales silenciosos, frágiles, retenidos para siempre en una extraña rigidez, una ausencia de la vida que asolaba sus miradas. Leonora disfrutaba acariciándolos. Palpaba aquella carne desecada, inerte, las pieles y las plumas de las aves, y algo se erizaba en su memoria. De niña los había bautizado. Se había confesado ante la sólida presencia del zorro y de los cuervos, hincadas las rodillas en el suelo. Ahora las criaturas la observaban. Entregadas al polvo y a la luz, se sostenían solas, alimentándose del tiempo transcurrido, del paso inevitable de los años.
18/1/15
Es una criatura bellísima. Un muchacho rubio, dócil, prendido del pezón oscuro de la hembra. Mírenlo, ahí tendido entre las patas, miren cómo se parece a los terneros. Tiene el espinazo al descubierto. La piel es blanca, suave, el vello se le eriza levemente. Pronto será un objeto de deseo. La madre lo señalará, le peinará el cabello con los dedos. Posará el rostro sobre su vientre. También el padre deseará a este niño que descansa oculto de la vista. Deseará el cuerpo, las manos, los dedos delgados que se aferran a las ubres. El niño todavía no lo sabe. Desconoce el deseo que despierta, la belleza, desconoce la franqueza de la mirada. De los ojos grises. Los mismos ojos grises de la hermana.
19/12/14
Yo soñaba con la casa. Con mi infancia frágil, triste, con mis ocho años en la escuela. Una vez mi padre me golpeó con una vara. Me azotó las manos con presteza, sin mirarme, su rostro era una sombra indefinida. Yo tendí las palmas desolladas. Porque eres mala, me dijo. Porque eres mala, y la vara se abatió sobre mi carne. En la escuela los maestros nos hacían desfilar por los pasillos. Si alguna tropezaba continuaba de rodillas, una mártir diminuta. Las demás permanecíamos de pie, rígidas, mirábamos al frente con una terquedad adquirida con los años. El oprobio de las otras no nos concernía. (...)
.
10/11/14
Dientes de leche
Dientes de leche es un cuaderno de la infancia. Es la bestia y la pureza, la herida, la memoria que nos pesa cuando crecemos. De nuevo híbrido, de nuevo imagen y voz, fotografía y palabras. La que habla y las poetas, hoy os lo entregamos. Dejad que os muerda.
27/10/14
Tenían huesos quebradizos. Se peinaban los cabellos en la noche, largamente, y luego se acostaban en el lecho, exponiendo aquella hermosa desnudez que las vestía. Yo las escuchaba algunas veces, sentada en la quietud de la colina, oía el crepitar de las palabras como insectos agitados, dolientes, heridos de algún mal impronunciable. Tenían el acento de las tierras bajas. El mismo de la madre y también el del hermano, el otro, el hijo muerto y olvidado con el tiempo. Nunca hablaban de aquel niño. De los ojos o las manos, de la risa, de cómo se colgaba de las ramas del castaño.
(...)
19/10/14
22/9/14
Yo temía a los hermanos
Escribí este cuento en abril, a salvo en la espesura, en ese bosque donde habitan niños y animales. Hoy os lo entrego, es vuestro.
1/6/14
Las llamaban las nadadoras. Emergían como la flor de entre las aguas, aquí y allá se las veía, en los lagos y en las fuentes, apenas un atisbo de sus cuerpos. Eran de una raza diferente. En la escuela se dormían, negándose al estudio y a los juegos. Se sentaban al borde del estanque y allí permanecían largas horas, mudas y adoradas, peinándose el cabello con los dedos. Yo las observaba en la distancia. Aquella lejanía de sus voces, de los cuerpos ondeantes en el agua.
(...)
27/3/14
Hay música en la casa. Una música suave, leve, extendida por los cuartos como la voz de la que habla. Los niños duermen en la sala grande. Los cuerpos son ahora un peso en el colchón de pluma, allí reposan como muertos. No escuchan la música, tampoco la voz que como una letanía parece deslizarse por las sábanas. Atienden sólo al sonido de la risa, allá en el sueño, también al animal que corretea por el patio. Ella observa los labios que se abren. El interior de las boquitas, las lenguas que descifran el idioma del durmiente, y cae también en un reposo comedido. Las manos le pesan junto al cuerpo. El vestido, el cabello que trenzado se acomoda en su cabeza. Toda ella se desprende, la desnudez la cubre, una cierta indecorosa palidez en el abdomen y en los pechos. Entonces el niño abre los ojos y la mira. La devora. Es una bestia que transita por su carne.
(...)
21/2/14
También yo me sorprendía. Era
temerosa, siempre lo había sido, temía como comía o respiraba. El temor me
alimentaba con su pecho rebosante, acunaba mi cabeza adormecida por las noches.
De niña me escondía debajo de las mesas. Conversaba con el zorro entre las
sombras, mi mano discurría limpiamente por su lomo. Desde allí veía el paso de
las cosas, zapatos deshilados que dejaban huellas en el piso, un perro olvidado
por los padres devorando algún manjar prohibido de la cena. El tiempo
transcurría y yo me aletargaba, negaba mi presencia en los cuartos de la casa.
Entonces una voz cortaba el aire y el zorro huía acobardado.
28/7/13
No era en modo alguno como las otras. Tenía la
belleza, los largos cabellos dorados, las manos veteadas del azul más
asombroso. Tenía como ellas la luz en la mirada, cierta luz perdida por los
hombres hace tiempo y solo reencontrada por medio de su cuerpo, de su amor
salido de otro mundo. Otras tantas cosas la hacían semejante a las muchachas,
ciertas cosas pequeñas o no tanto, pero la suya era otra pasta por entero. Y
así lo comprendían los jóvenes del pueblo, así lo sabía él que la quería. Que
tú eres diferente, le decía, que tú niña valiente te meces como los juncos y no
como las hembras.
22/5/13
A veces me dormía en los jardines o en las calles, a veces como el animal me encontraban en la plaza. Entonces me decían niña mala, niña sucia que pierde los zapatos. De dónde sales deslucida, de dónde vienes que te sacudes como los perros. Y yo pensaba, de dónde salgo, por qué me escapo de la casa. Por qué no dejo que me peinen los cabellos.
(notas sobre algo que está por venir)
17/5/13
Fregábamos arrodilladas los largos pasillos de la casa. Reíamos como jaurías de locos animales, como el niño que no teme pues no sabe. El cubo se volcaba y luego el duelo por la herida. El golpe en la mejilla el eres mala. Lavábamos el cuerpo de las pequeñas en el patio. A veces se reían, a veces las cosquillas llevaban al desastre. Después llegaba el ruego, no me pegues no me dañes. Después llegaba el llanto en la camita y el olor te confortaba.
7/5/13
No conozco más que el cuerpo. Por eso hablo, por eso digo las niñas son de esta o esta forma, las niñas llevan faldas para esconderse, para esconder lo que los hombres miran quieren pero no se atreven porque qué dirían si supieran. No conozco más que el cuerpo y sin embargo del mío no sé nada. De mí solo la carne y la piel que se deshace, la piel roja en la mejilla y en los codos, piel de niña que no crece que no sana. Porque yo era una manzana. En lo sano y el deseo. Yo era la manzana y vino el hombre que mordía vino y dijo yo te quiero yo me atrevo ven que te mezo entre mis brazos. Y yo que no sé nada, que solo el cuerpo de las otras dije sí y así sus brazos, así su boca fue la mía y luego sólo quedó el llanto para guardarse.
6/5/13
Sacudo temblorosa la polilla. Tu cuerpo es el hogar del mutilado, tu cuerpo es solo un cuerpo el mío el del insecto que se agita.
Bebo. Bebo y te digo te deseo cuánto cómo de qué modo, a ti desnuda en esta cama, a ti mujer cambiante y olvidada. A ti que no lloras porque no sabes, que de niña te decían eso no se hace. A ti que ahora comes con los ojos y las manos que me dices no me toques que me imploras.
2/5/13
Me hallabas en los recodos. A ti volvía en la mañana, a ti en las calles y en los campos. Por ti y solo por ti me hacía colas de caballo, dejaba la nuca al descubierto. A veces los zapatos, un paseo y me escondía. A veces tu voz la sacudida, qué bonita estás esta mañana, ven aquí deja que te mire creces de un día para otro. Y yo pensaba vete y sin embargo. Allí de nuevo temblorosa, ahí en tu mano enredadera que me sacia.
1/5/13
29/4/13
Yo era en el hogar menos que nada, una piedra, una sombra en el silencio de la casa. No lloraba. Se decían esta niña que no llora, esta niña fea que proviene de los otros, esta huérfana. Lo decían las muchachas, las chiquillas vestidas para la calle, con el negro reluciente del zapato abrillantado. Lo decían las mayores, las que se habían quedado y eran con el paso de los años parte del pasillo y las paredes, parte de la casa grande donde dormíamos las niñas temerosas. Me decían, por qué callas. Por qué cuando te hieren o hace frío no lloras como las otras. Y yo notaba el cuerpo diminuto, notaba la fuerza de la sombra que tiraba y me encogía. Por qué no lloro, preguntaba. Por qué si no soy más que la piedra que se tira al río y nunca nada, por qué si no me quiere más que el perro que dormita en la cocina algunas noches.
23/4/13
15/4/13
tus ramas/mis huesos, o cómo el bosque habita dentro y fuera de los cuerpos
Soy la que se detiene ante un árbol
y se describe en su sombra.
Natalia Litvinova
tus ramas/mis huesos es un libro, un híbrido, el bosque. Un hogar para el cuerpo y el salvaje, para el que teme y el que se rinde a la caricia de la savia. Es la voz de diecinueve poetas a los que admiro y a los que doy las gracias una y otra vez por prestarme sus palabras y sus árboles. Yo, a cambio, les regalo mis imágenes.
5/4/13
Y entonces sucedía. Brotaba de la tierra el sonido de su canto, era el bosque el santuario, guardaba entre las ramas la risa de las niñas. Yo corría como el lobo, pensaba, quizás me acepten entre ellas, quizás mi cuerpo liso se erice entre sus brazos, se crezca como la flor en primavera. Quizás muchacha y no mujer logre el amor nunca encontrado, este que se palpa en el rostro de la morena, en la sonrisa de Isabella y en la mirada, siempre franca, siempre cálida como la piel del niño o la del ave.
(...)
10/3/13
Es en los hermanos la belleza una cosa impenetrable. Se diría que la llevan como al perro de la mano, que la sacan cuando quieren y cuando no allí se queda, en el cuarto más oscuro de la casa. Es la cualidad de la bestia lo que los vuelve de algún modo feos a los ojos de los hombres. Yo los miro fijamente, la calidez del rostro de la niña, la boca rosada más oscura en el hermano, y me digo de algún modo ellos lo saben, se saben bellos como hijos de los dioses y se cansan, se agitan, echan por tierra la labor de días o semanas. Entonces corren a los bosques, dejan de verse por la escuela, siempre juntos, cabeza con cabeza o mano sobre mano, se pierden y regresan tiempo después embelesados, de nuevo bellos y queridos, de nuevo niños normales como los otros.
2/3/13
24/2/13
Aquí en la casa el silencio es el peso de la pluma. Varía el niño la postura, saca el cuerpo de la sábana, ahora la desnudez lo cubre, esta mano anciana que persevera en la caricia. Ríe en la noche, en la claridad de la luna que se vierte, y yo me pregunto hasta cuándo seré el monstruo que lo guarda, hasta cuándo el cuerpo y la sonrisa en esta cama que fue un día de otro y hoy le pertenece.
19/2/13
La niña dice algo. La niña dice el animal que cabalga entre los árboles. Aquí su boca es como la flor, se abre, bebe de la lluvia del verano, de la sangre pálida que se desliza por el pecho descubierto. Se sacia con la historia, esta niña, con el recuerdo fugaz de la otra vida, de aquella en la que fue quizás oruga en una hoja, quizás quién sabe, puede que alondra o mirlo o nada de eso.
Fuera sopla el viento, manso como el perro de la calle o la caricia.
24/1/13
Había sido el niño, en algún punto de la historia, un objeto deseado. Deseado por la hermana, por la madre que miraba hacia otro lado cuando él amenazaba con huir del padre y de la casa. Esta madre, adorada por el niño, que hacía de la ausencia un reino y así se protegía, del deseo y de la marcha, de saberle pronto y para siempre al otro lado del mundo.
Había sido, digo, querido por las mujeres. Por las muchas de la casa, bien pequeño, cuando aún no levantaba un palmo del suelo, y también después cuando creció, cuando se hizo casi hombre y ya no necesitó de su presencia. No así por el padre, que nunca le quiso. Ese padre del recuerdo, en este cuarto, del que solo habla cuando duerme.
20/1/13
De los hombres de los páramos solo saqué que vivían en los bosques desde siempre. Si sabían más no hablaban, quizás porque también ellos temían, porque de algún modo aquellas niñas eran como lo innombrable. Probé con los más jóvenes, con aquellos que cazaban animales en los bosques y los servían en las casas, relucientes de sangre. Pero nada obtuve de ellos. A veces el sonrojo, otras el temblor de los labios. Nada sabemos, negaban, nada sabemos de aquellas a las que nombras.
9/1/13
Respira como si durmiera, levemente, regular como el sonido de las olas en la bahía. Los ojos claros se abren, parpadean, mira ahora a la mujer que le acompaña. Tiende la mano y se sonroja, le habla, ella entiende el sueño que le cuenta, entiende las palabras que nacen de su boca como palomas blancas. Ella es sabia como pocas, guarda para sí la sabiduría de los años. Le dice que una vez soñó lo mismo y tuvo miedo, que lloró hasta que la luz alcanzó las calles de esta ciudad en la que habitan. Le dice algunas cosas, calla, él sonríe un poco y se levanta.
Ahora ella
duerme. Es vieja pero hermosa. El niño sigue sonriendo, ríe un poco como los
lobos, aúlla. Ella ríe a su vez, rejuvenece. Le acaricia el rostro, este rostro
suyo enflaquecido, y le dice que hará pan dulce para la cena. Que no tema, pide
ella, pues allá en lo alto de la ciudad nada puede pasarle.
29/12/12
Corren niños por la casa. Ahí están sus voces, la brevedad de la risa, el juego que irremediablemente los sacude, poniendo patas arriba los cuartos, el servicio de té sobre la mesa. Uno de ellos habla, guía a la manada, es una suerte de líder joven y valiente. La muchacha los observa, ahora sorbe el té, en esta tarde diáfana, tranquila pese a todo, pese a los niños que corren y a las mujeres de la casa, pese a las voces que se alzan y sacuden las altas cristaleras de la sala.
No saben que ella las escucha. No saben, estas mujeres, que allí hay una que no les pertenece. Esta niña vieja, que dirán algunos, que es la muchacha que no juega. Hermosa a su manera, también valiente, no es ni de los unos ni de los otros, pero a todos observa. A todos conoce, en esta tarde, en este tiempo. De todos sabe aunque no quieran, de los niños y las viejas, de la criada que trae bollos, un poco de leche para la señora. Y aunque no habla, todo lo dice con los ojos, y si alguien se fijara en ella sabría, sabría de qué modo, con qué intensidad desea la muchacha ser hombre para huir, ser niño de los páramos, volver a ese lugar oscuro que es el bosque donde habitan Isabella y su nidada.
26/12/12
Sonríen los muchachos con sus dientes de luna, con la sangre aún resbalando por las bocas abiertas, por las lenguas calientes y rosadas. Alguien sostiene a la más joven, alguien la lleva entre sus brazos como a un fardo. Sorben la savia, la sangre pálida que se derrama, y nada dicen cuando se les pregunta.
El mayor llora acongojado. En las manos queda el rastro del desastre,
esa luz que guardan las más niñas en los cabellos, entre los dedos
largos que acarician los troncos de los árboles. Dirán después que
jugaban a la caza, que no era de los nuestros, no, no era la muchacha.
Dirán que de noche miraba como los lobos, que temían por los hijos, que
la muerte la acechaba. Y mientras el mayor, callado como la tumba,
beberá de la sangre derramada, beberá para encontrarla de nuevo, la luz,
el calor tenue de la muchacha.
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