Tiene el pan en la boca.
La leche, la naranja: un peso tierno sobre la lengua. Bebe con la
distancia del día que termina, de la luz que ha declinado tras los
montes, tras el pasto reverdecido, húmedo. Bebe como el animal que
ha sido bendecido por una muchacha rubia. Una muchacha que corre en
la memoria, de pies pequeños, de manos blancas, tanta blancura en
las manos, en las mejillas lívidas, en esos labios que, una vez,
también comieron pan y leche y confitura. Esos labios adorados. Sus
pies pequeños, livianos, trotando por los pastizales. Huyendo de su
llamada fúnebre. De su risa ronca, potente: voz de las montañas.
¿Se acuerda de él, la muchacha? ¿Recuerda la ternura del pan, el
olor tibio de la naranja sobre la mesa, los gajos envueltos en un
paño, en un pañuelo de niño? Qué recordará, se pregunta, allá
donde esté ahora, aquella muchacha, aquella niña de cabello claro,
niña gacela que trota, que pasta, que come con manos golosas las
pequeñas bayas, las primeras setas del otoño. Él se lo pregunta.
En esa quietud de la tarde casi noche, en esa levedad de la luz, tan
leve que apenas se sostiene, apenas le deja ver el vaso, las mondas
lisas de la naranja, el cuchillo que corta la mano y cae, cae al
suelo de repente, se clava indolente en la madera.
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