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2/2/15

Había en la casa una habitación para las bestias. Para la caza del padre, que tiempo atrás había disfrutado abrillantando su fusil, las botas ahora abandonadas a su suerte. Era un cuarto hecho a la medida de Leonora. Un sepulcro de animales silenciosos, frágiles, retenidos para siempre en una extraña rigidez, una ausencia de la vida que asolaba sus miradas. Leonora disfrutaba acariciándolos. Palpaba aquella carne desecada, inerte, las pieles y las plumas de las aves, y algo se erizaba en su memoria. De niña los había bautizado. Se había confesado ante la sólida presencia del zorro y de los cuervos, hincadas las rodillas en el suelo. Ahora las criaturas la observaban. Entregadas al polvo y a la luz, se sostenían solas, alimentándose del tiempo transcurrido, del paso inevitable de los años.

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