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26/12/12


Sonríen los muchachos con sus dientes de luna, con la sangre aún resbalando por las bocas abiertas, por las lenguas calientes y rosadas. Alguien sostiene a la más joven, alguien la lleva entre sus brazos como a un fardo. Sorben la savia, la sangre pálida que se derrama, y nada dicen cuando se les pregunta.

El mayor llora acongojado. En las manos queda el rastro del desastre, esa luz que guardan las más niñas en los cabellos, entre los dedos largos que acarician los troncos de los árboles. Dirán después que jugaban a la caza, que no era de los nuestros, no, no era la muchacha. Dirán que de noche miraba como los lobos, que temían por los hijos, que la muerte la acechaba. Y mientras el mayor, callado como la tumba, beberá de la sangre derramada, beberá para encontrarla de nuevo, la luz, el calor tenue de la muchacha.

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